Experiencias del Dr. David H. Galloway
en Aguascalientes, México, 1893.
Cirugía y funeral.
Dr.
Xavier A. López y de la Peña.
El
doctor David H. Galloway nació el 24 de enero de 1859 en el Condado Davenport,
Scott, Iowa, EUA. Sus padres fueron el señor John Galloway y la señora Jane
Hozlip. Su esposa llevó el nombre de Myra Good y tuvieron 9 hijos.
Graduado
como médico cirujano en EUA en el Colegio de médicos y cirujanos de Chicago,
Illinois y con un postgrado en Farmacología. En 1893 se le encuentra laborando
en la ciudad de Aguascalientes, México, como cirujano asistente en el servicio
del Ferrocarril Central Mexicano.
Fue
un prolífico escritor médico, particularmente enfocado en temas relacionados
con la anestesiología y que solía incluir en ellas, además, sus vivencias
personales.
Veamos
esto en la siguiente comunicación que hizo sobre su participación en la
atención que brindó en el hospital del ferrocarril en Aguascalientes, a un
trabajador gravemente lesionado por el ferrocarril.
(Traducción personal)
El
paciente fue un trabajador de 38 años de edad que tuvo un aplastamiento
traumático de un pie ocasionado por la rueda de un tren que le paso por encima
del empeine. El accidente ocurrió un domingo y llegó al hospital el martes en
la tarde, sesenta horas después de un viaje de 322 kilómetros.
El pie lesionado había sido cubierto
con la estopa usada para limpiar la maquinaria. Mandé llamar a un médico
mexicano y me preparé para la operación con la asistencia de un par de
ayudantes. Puse al paciente a dormir con cloroformo que luego se cambió a éter,
dejándole al ayudante seguir con la tarea. El pie fue preparado para la
amputación arriba del tobillo y la mesa de operación fue colocada fuera de la
casa a la sombra del edificio.
Cuando
inicié la operación el médico mexicano llegó y, gratamente para mi alivio, él
se hizo cargo de la anestesia. Coloqué el instrumental en dos charolas sobre
dos sillas, de manera que pudiera alcanzar, tanto mis instrumentos como mis
compresas sin mucha dificultad. En una de ellas puse el cuchillo, una sierra,
un par de fórceps arteriales y aguja enhebrada con hilo de seda. En la otra
charola coloqué algunos otros instrumentos que consideré pudiere necesitar. Al
cortar el hueso, el médico lo tomó en sus manos para depositarlo cubierto de
sangre y pus. Pincé una arteria y la ligué y busqué si había alguna otra, pero
no encontré más. El doctor (mexicano) notó mi dificultad, se secó las manos en
la ropa del paciente y pasó los dedos por el muñón en busca de otros vasos que
pudieran necesitar ser atados. Como él tampoco tuvo éxito, le indiqué (solo nos
comunicamos por señas, ya que yo no podía hablar español y él no podía hablar
inglés y no teníamos intérprete) que aflojara el vendaje de Esmarch para
que pudiéramos encontrar las otras arterias por el sangrado. Lo hizo, pero no
hubo sangrado, incluso poniendo la pierna hacia abajo no reveló ningún punto
que sangrara lo suficiente como para requerir ser suturado.
La
herida fue entonces cerrada de la manera habitual con suturas de seda, colocado
un tubo de drenaje y vendado. Antes de cerrar la herida, ésta fue irrigada muy
cuidadosamente con una solución de bicloruro de mercurio, con la esperanza de
que hubiere removido la infección implantada por las manos del médico
(mexicano), y con la expectativa de descubrir, al menos, una segunda arteria
que necesitaría una ligadura. Nosotros luego nos concentramos en una lesión
insignificante en la otra pierna, la cual tenía una herida triangular en la
piel sobre la parte más gruesa de la pantorrilla, exponiendo los músculos que
parecían estar ilesos. Esta fue cuidadosamente lavada con la solución de
bicloruro y cubierta con un vendaje yodoformado.
El
miércoles repetí la irrigación de la herida que se veía en buenas condiciones.
El jueves, el vendaje estaba saturado con líquido hemático y lo irrigué varias
veces con solución de bicloruro. El viernes, el fluido había aumentado y la
pierna estaba ligeramente hinchada.
En
la curación, separé los músculos con mis dedos y los irrigué muy a fondo entre
ellos. Durante todo el día la hinchazón aumentó de modo que a las 4 en punto la
pierna parecía a punto de estallar por la tensión y estaba casi negra. Un
líquido sanguinolento corrió a través de la colchoneta hasta el suelo. Se
realizaron varias incisiones desde la rodilla hasta el tobillo, la primera de
ellas tuvo ¾ de pulgada de profundidad y dos pulgadas de abertura.
Mi
amigo mexicano predijo que el paciente moriría antes del amanecer, pero sugirió
darle algunas medicinas. A mi solicitud él escribió una receta que llevé a
surtir a la botica. El boticario me dio dos botellas llenas; una con cerca de
24 onzas y otra con cerca de 16, cuya administración se indicaba como: media
cucharadita cada tres horas.
La
amputación estaba descartada y el paciente falleció a la mañana siguiente,
cinco días y medio después de la lesión y el muñón de la pierna amputada estaba
curando bien con muy poca supuración.
Nunca
había visto un funeral mexicano y pienso que sería una buena oportunidad el
describirlo.
El
paciente murió a las 4.30 a.m. y a las 7.30 a.m. el médico mexicano expidió el
certificado de defunción para poder sepultarle. Yo lo llevé al “juzgado civil”,
quien copió todo el documento en un gran libro. Ellos me preguntaron mi nombre,
edad, lugar de nacimiento, si estaba casado o soltero y el número habido de
hijos, en su caso. La última pregunta siguió a la anterior, aunque acababa de
decir que no estaba casado. Firmé el documento, pagué $1.25 y otorgaron el
permiso. Este fue llevado a la administración, endosado por un funcionario de
allí y pudimos proceder con el funeral.
Se consiguió un ataúd
por $2.50. Estaba hecho con madera clara, pintada de negro y adornado con rayas
blancas. Se pintó una cruz en la parte superior y "1893" en la
cabecera.
El
cuerpo fue envuelto en la sábana en que yacía y se metió al ataúd. Cuatro
cargadores contratados para tal propósito (a 50 centavos cada uno) lo cargaron
en sus hombros y lo llevaron al cementerio.
En
treinta minutos llegamos al “Cementerio de los Ángeles”. Este estaba rodeado
por una alta pared de piedra y pasamos por una reja de hierro bajo un arco de
piedra. Al pasar esta puerta llegamos a un recinto de, quizás dos hectáreas,
que contenía un buen número de monumentos. Este era el “campo de primera
clase”. Caminando a través de él pasamos por otra puerta a un segundo recinto
de aproximadamente el mismo tamaño que constituía el "campo de segunda
clase". La superficie del terreno estaba toda nivelada, excepto por
algunas irregulares pilas de tierra en ella y desnudo excepto por siete u ocho
pequeños árboles de mezquite. ¡Ni una brizna de pasto! ¡Ni flores! Cerca del
centro había una hilera de diez tumbas abiertas, de un metro y medio de
profundidad y separadas entre sí por aproximadamente unos treinta centímetros
de tierra. La tierra suelta estaba amontonada en una hilera a cada extremo de
la hilera de tumbas. Aquí los cargadores depositan su carga. Un asistente, que
los había seguido desde la entrada con dos cuerdas cortas y cinco palas, tomó
el permiso que autorizaba el entierro; el ataúd fue abierto para su inspección,
pero él desdeñó mirar. Se volvió a poner la tapa y se le sujetó con dos o tres
pequeños clavos clavados con una pequeña piedra recogida cerca. El ataúd fue
después bajado a la tumba más cerca del camino y los cinco hombres comenzaron a
palear la tierra seca, mientras hablaban y reían; ¿pero sobre qué?, no lo
sabía.
Mientras
ellos estaban ocupados en esto, me dediqué a examinar el montículo de tierra
bajo mis pies. Estaba parado sobre un fémur humano. ¡Al mirar más detenidamente
encontré que la tierra estaba cubierta y llena de huesos humanos! Una tibia,
una escápula, un radio, media docena de costillas apiladas, parte de una
pelvis, huesos y manos y pies sinnúmero. ¡Fácilmente cincuenta huesos a la
vista, sin perturbar la tierra ni una partícula! Mientras tanto la tumba fue
rellenada. Como no se hacía ningún montículo, uno de los cargadores dijo
"lista" y nos dimos la vuelta.
¡Se
acabó el entierro, terminaron los servicios funerarios! Antonio Hernández bajo
el pasto ¡No, bajo la arena, la grava y los huesos de sus predecesores en este
particular lugar!
Cuatro
horas antes, comenzó su último sueño, ahora comienza su último descanso largo
(?) No, dentro de cinco años sus huesos serán notificados que su contrato de
arrendamiento ha terminado y deben mudarse. El propietario quiere el terreno
para otro inquilino. Entonces su cráneo, tal vez, podrá reposar sobre un montón
de tierra, como hoy se encuentran dos cráneos, y observar a sus sucesores
ocupar su lugar. Los huesos de sus manos y pies serán parte de la tierra que
llenará la tumba del recién llegado.
Pregunté
y supe que este cementerio tenía 18 años de construido y que cada cinco años la
tierra era removida para nuevos entierros. Se supone que los huesos deben ser
recogidos y depositados en una zanja excavada para ese propósito, pero muchos
de ellos se devuelven para ayudar a llenar la tumba recién abierta.
Yo,
yo mismo fui testigo. Los ricos compran lotes y cavan tumbas de ¡cinco a siete
metros! de profundidad, para que sus huesos no puedan ser exhumados en la
próxima excavación del suelo.
¡Qué
impresión me causa ello estando acostumbrado a un funeral ortodoxo en casa!
El
cuarto oscuro de la iglesia, el costoso ataúd cubierto con adornos de plata, el
crespón, las flores, la gente con su simpatía y sus lágrimas. Los portadores
del féretro, vestidos de negro, con guantes blancos y la cabeza descubierta. el
coche fúnebre con sus penachos sombríos y sus caballos negros, la larga
procesión de carruajes; el cementerio, con sus árboles y césped, flores y
monumentos; la fuerte gente alrededor de la tumba abierta, los tonos mesurados
del ministro repitiendo el solemne servicio de entierro, todo culminando en el
"cenizas a las cenizas, polvo al polvo", mientras los terrones ruedan
sobre el ataúd.
Para alguien que tenía tal impresión
de lo que debería ser un funeral, el estilo mexicano parecía bastante
prohibitivo.
Pero ¿no es ésta, en algunos
aspectos, una costumbre mejor que la nuestra? El objetivo de poner un cuerpo en
la tierra es, o debería ser, para resolverse en sus elementos.
Allí lo meten en un ataúd lo más
ligero posible y lo entierran en tierra seca, donde se producirá rápidamente su
desintegración. Aquí lo ponemos en un ataúd fuerte, a veces metálico, y lo
encerramos en una caja interior; retardando así la descomposición tanto como
sea posible. Allá un funeral cuesta $6 o $7, aquí, incluso los pobres gastarán
$100 o $200 en el funeral, en ataúd, carruaje, flores, etc., incluso cuando son
demasiado pobres para pagarle al médico o incluso para comprar las necesidades
decentes de la vida.
Si el prejuicio es tan grande que la
cremación no puede generalizarse pronto, la gente podría, como paso en la
dirección correcta, verse obligada a utilizar ataúdes de mimbre o de madera muy
ligera para facilitar el trabajo de purificación de la naturaleza, y no
retrasarlo.
En cinco años, enterrados en suelo
mexicano el cuerpo desaparecerá, excepto los huesos. Investigaciones en
nuestros cementerios podrían revelar muy diferentes condiciones.
Tampoco
debemos mirar con tal horror las costumbres de otros pueblos sin considerar el
fin así buscado. El sentimiento de aborrecimiento que sentimos por las nuevas
costumbres extrañas es sólo relativo y desaparece cuando nos acostumbramos a
ellas, especialmente si con ello se logra algún buen fin.
Cuando
salí del cementerio, el asistente que nos acompañaba se me acercó y me pidió
dinero para comprar pulque para él y los cargadores.
Regresando
al hospital llevé el colchón, la ropa de cama, los vendajes y todo lo
combustible que había alrededor del paciente fallecido al patio trasero, lo
saturé con queroseno y lo quemé. La habitación fue fregada, luego lavada con
una solución de ácido fénico y dejada abierta y desocupada durante algún
tiempo. Había otros pacientes en el hospital que tenían heridas, pero ninguno
de ellos se infectó.1
Bibliografía:
1. Galloway, DH. Experiencia de un médico estadounidense
en México: un caso de edema maligno: un funeral mexicano. Revista de la
Asociación Médica Americana, (JAMA) 1896, vol. 27, n.º 13, págs. 705-707.